
Ya entrada la década del treinta el primer equipo espectáculo de nuestro profesionalismo (24), trajo entre tantos valores deportivos, al gran capitán del fútbol uruguayo, el triple campeón mundial José Nasazzi, hasta entonces jugador de Bella Vista y quien ya había sabido defender los colores del pabellón artiguista durante el desarrollo de la gira europea de Nacional en el año 1925. Nuestro segundo mariscal (25) junto al también olímpico Héctor Castro, supieron brindarle a la selección uruguaya uno de sus últimos servicios de gloria. Fue en los albores del año 1935, cuando se volvían a enfrentar luego de la final de 1930 las selecciones nacionales de ambas márgenes del Río de la Plata en el partido definitorio del campeonato sudamericano desarrollado en Perú (26). El triunfo oriental ante la favorita Argentina, dio origen al comienzo del mito de la “garra charrúa”, muchas veces deformado en cuanto a su real significado (27) y con una denominación de alto valor emocional pero tristemente desajustado a la historia de nuestro país (28). Meses después argentinos y uruguayos volverían a encontrarse, esta vez en un sentimiento de pena, para llorar juntos la muerte de Carlos Gardel (29).
Nacional que ya le había enseñado a Uruguay el camino a la gloria, precisamente en su primera victoria internacional en setiembre de 1903, y que supo demostrar siempre querer y saber honrar a nuestra selección; en el año 1938 le va a enseñar al mundo que a un equipo oriental no se le gana con prepotencia, violencia ni amenazas, y con ello le va a sacar a nuestro fútbol la “chapa de guapo”, por ser valiente y corajudo y sin ser nunca traicionero ni matón.
Fue el diecinueve de febrero en la ciudad de La Plata, en el marco de la disputa de la segunda edición del Campeonato Nocturno Rioplatense, torneo que reunía a los más importantes clubes de ambas orillas del Rio de la Plata (30): Nacional y Peñarol de Montevideo, River Plate, Boca Juniors y San Lorenzo de Almagro de Buenos Aires, Newell’s y Central de Rosario, Racing Club e Independiente de Avellaneda y Estudiantes de La Plata, el anfitrión de aquella jornada con clima de guerra.
Aquel diecinueve de febrero en un ambiente hostil en donde con armas de fuego pretendieron amedrentar la delegación tricolor previo al partido, con las tribunas que rugían al grito de “leña, leña”, y con la violencia desatada en su máximo esplendor dentro de la cancha, los cortes en el cuero cabelludo de varios de nuestros jugadores salpicaban las camisetas blancas hasta hacerlas confundir con las del equipo local. En el entretiempo de aquel partido, haciendo oídos sordos de las amenazas de muerte y golpes que se escuchaban del otro lado de la puerta del vestuario, el gran capitán Ricardo Faccio (31) reunió a sus compañeros y sentenció como mandato y juramento “pase lo que pase ganaremos este partido por el honor nuestro, de Nacional, de nuestro país y de nuestras familias” (32). Escribía Wing (33) en la crónica de aquel partido, que ante el pedido salvaje de la hinchada local reclamando cadáveres contrarios, “podían pedir cualquier cosa…que allí, en la alfombra de la cancha engramillada había once fieras de blanco que en vez de achicarse ante la imposición del pedido, se levantaban como leche en el hervor”. Ganó Nacional dos a uno con conquistas de Atilio García, uno de los jugadores que terminó con su camiseta ensangrentada, al igual que Lirio Fernández y Alejandro Morales. Un par de días después la Comisión Directiva del club resolvió “hacer una gran fotografía de todos los jugadores que actuaron contra Estudiantes de la Plata, y ponerle al pie una plaqueta alusiva a la extraordinaria hazaña salpicada de coraje y sangre” (sic). Las camisetas ensangrentadas fueron exhibidas durante varios días en las vitrinas de las más importantes casas comerciales de la principal avenida montevideana.